domingo, 1 de abril de 2012

Memorias. Pedro Vallina.


RELATO DEL MÉDICO ANARQUISTA DON PEDRO VALLINA,  OCURRIDO A COMIENZO DE LA DECADA DE LOS AÑOS VEINTE, DEL PASADO SIGLO XX, A SU PASO POR PEÑALSORDO, DURANTE SU DESTIERRO EN ESTA LOCALIDAD.

Rescatado de sus memorias en “Tierra y Libertad”, 1968
por LA VOZ DE PEÑALSORDO.-


Pedro Vallina, hijo de padre asturiano y madre sevillana, nació e Guadalcanal (Sevilla) en el año 1879 y murió en Veracruz (México) en el año 1.970. De posición acomodada, estudió medicina en Sevilla, Cádiz, París y Londres (en estos dos últimos lugares como exiliado) al tiempo que, desde joven, destacó en su faceta política como anarquista; sobre todo, a partir de su estancia en Cádiz. Fue desterrado a nuestra Siberia Extremeña pocos años después de comenzar la Primera Guerra Mundial, tras ser indultado de su exilio en Paris.Le deportaron en tren a la por entonces llamada Siberia extremeña, en Puebla de Alcocer. En 1920, regresó a Sevilla y de nuevo abrió su consultorio médico- quirúrgico. Por estas fechas la C.N.T empezaba a constituirse en Sindicatos de Ramos e Industrias con lo que ganaba solidez y ofrecía una gran novedad organizativa. De nuevo, con ocasión de la huelga general, que en Sevilla durará una semana, Vallina y tres compañeros más son detenidos por alteración del orden público. 

Otra vez a la Siberia extremeña, pasó por Fuenlabrada de los Montes, de allí a Peñalsordo y luego a Siruela, pueblos en los que permaneció algunos años. 


“Los que deseaban visitar la Siberia extremeña, o sea, el extremo norte de la provincia de Badajoz, bajaban del tren en la estación de Cabeza de Buey, subían en una caballería, atravesaban una parte de la Serena, terreno llano, y después de una hora de trotar por una vereda de cabras, llegaban al pueblo de la Zarza, donde comenzaba un terreno escabroso. A media hora de camino, siempre a caballo, se encontraba el pueblo de Peñalsordo, de cuyos hombres vamos a ocuparnos en este relato.

Peñalsordo era un pueblo de tres mil habitantes, relativamente moderno, pues no tendría más de tres siglos de existencia. Estaba enclavado en un terreno desnivelado, no habiendo una calle derecha, subiendo unas y bajando otras y en el alto de la más empinada, se encontraba una pequeña iglesia ruinosa, terror de curas y sacristanes, por lo penoso de la subida. El ilustre fundador de la villa, según las crónicas del lugar, fue un pastor de cabras, sordo como una tapia, llamado Peña, de donde tomó el nombre de Peñalsordo. Si Roma está construida sobre siete colinas, Peñalsordo lo está sobre setenta peñas, y me quedo corto. El pastor Peña fundó su villa en lo que era un lugar de delicias para sus cabras, por los saltos que daban. Luego siguieron saltando los hombres, pero de mala gana.

Los espíritus curiosos, aficionados a antigüedades, tenían poco o nada que aprender en el lugar que nos ocupa, pero si marchaban unos 30 minutos hacia el oriente, por un camino pedregoso, llegaban al villorrio medieval de Capilla, donde podían encontrar cosas sustanciosas. En el pueblo había una antigua iglesia católica, que antes fue sinagoga, en la que reposaban los restos mortales de algunos parásitos notables de su época. Al pie del pueblo, en una colina, se encontraba en ruinas lo que fue un bonito castillo, casi un juguete, donde habitaron los condes de Capilla, señores de aquel territorio.

Entre Peñalsordo y Capilla hay un peñón gigantesco, en lo alto de un cerro, llamado, por su forma, el Peñón del Pez. Los romanos lo cortaron a pico para dar paso a sus legiones. En algunos trechos, sobre las más altas crestas, se descubren los rastros de un camino, en varios sitios protegido por grandes bloques de piedra. Sin duda era una vía abierta por los romanos, desde Mérida a las minas de Almadén, ya que se trabajaban en aquella época. Para luchar con ventajas contra las tribus bravías que defendían su suelo, los invasores, corno las águilas, viajaban por las alturas.

Peñalsordo era un pueblo excepcional, como no he visto otro. Allí no había ricos ni pobres, sino labradores acomodados que cultivaban sus campos. Los hombres eran Hércules y sus mulos de trabajo grandes elefantes. En tiempos de la recolección, aquellos hombres trabajaban de día y de noche, y algunos me aseguraron que dormían mientras marchaban agarrados a la cola de los caballos. Nunca estaban satisfechos de las tierras que tenían y aprovechaban las ocasiones que se presentaban para hacer nuevas adquisiciones ventajosas y con facilidades de pago. Y cuando ambicionaban una hacienda, que no estaba en venta, se valían de una treta muy graciosa para obtenerla.

Llamaban al cura párroco, don Ángel Medel, ya fallecido, y le daban instrucciones sobre el particular. El cura de Peñalsordo iba a Madrid y se presentaba en el palacio del propietario de la hacienda, un duque de abolengo, donde lo recibían con todo respeto, como hombre santo que era. Comía y bebía opíparamente en la mesa del señor, y después se entablaba el siguiente diálogo:

El cura (con voz suplicante): "Vengo en nombre de los pobrecitos campesinos de Peñalsordo, quienes sabedores de las intenciones que tiene su señoría de vender la finca que posee en aquel término, desean comprársela para salir de la apurada situación en que se encuentran”.

El duque (con voz viva): "Es un error, señor cura, pues nunca he pensado tal cosa y más tratándose de una finca heredada de mis abuelos que conservo como un recuerdo de mucha estima".

El cura (con voz suavemente imperativa): "Es necesario que su señoría se desprenda de aquellos terrenos, pues los habitantes de aquel lugar viven en la mayor miseria, sin un palmo de tierra que cultivar, y si tal hiciera, Dios se lo pagaría en el cielo. Además, es la única manera de raparle la boca al doctor Vallina que anda por aquella región llamando a los campesinos a la revuelta y aconsejando el degüello de los señores, que según él se enriquecieron robando las tierras que poseen. Crea su señoría que no nos llega la camisa al cuerpo, porque los pobres extraviados lo siguen como a un nuevo apóstol y si hoy no ceden los terratenientes una parte, es posible que mañana lo pierdan todo, incluso la vida".

Entonces, el duque llamaba a su administrador y con voz temblorosa por la emoción le ordenaba hiciera las gestiones necesarias para vender las tierras en cuestión a los campesinos de Peñalsordo.

Don Miguel Medel tenía mucho de hombre y poco de cura. Vivía maritalmente con la hermana Faustina, que allá en su juventud conquistó en el pueblecito de Capilla. Como fruto de sus amores tenía una hija que era el retrato de su padre, en lo físico y en lo moral. Era hombre desprendido y rechazó todas las ventajas ofrecidas por sus feligreses, a cambio de los servicios prestados y prefirió vivir pobremente. El cura de Peñalsordo fue muy buen amigo mío y me quería como a un hermano. Admiraba el ideal anarquista y con frecuencia me decía:

"Temo que estos tunantes lo crucifiquen a usted, porque son de la misma categoría de los que crucificaron a Cristo".

Hecha esta breve semblanza de Peñalsordo y sus hombres, podría contaros muchas cosas interesantes que allí ocurrieron, pero sólo os hablaré de una que caracteriza la fortaleza de aquella raza de hombres verdaderos.

Corría el año de 1921 y yo había sido trasladado desde Fuenlabrada a Peñalsordo, hacía pocos días. Por entonces nos llevaban de un pueblo a otro, sin saber dónde dejarnos, atemorizados por el cariño que nos demostraba la gente. Hacía tiempo que por allí se esperaba algo nuevo, sin saber lo que era, que iluminaría el camino tenebroso y sin esperanza que se seguía. Mi llegada fue para ellos una revelación por la doctrina que enseñaba y por la manera de conducirme. Por fin, veían claro las causas de sus dolores y cómo ponerles remedio.

Una noche fui llamado al cuartel de la guardia civil, para visitar a un niño gravemente enfermo, y a la salida entré en la habitación del comandante del puesto, el cabo X, un hombre joven, de aspecto simpático, de ademanes correctos y de pocas palabras. Lo encontré cabizbajo y dando muestras de un dolor intenso. "¿Le duelen a usted las muelas?", le pregunté al contemplarlo en tan lamentable estado. "Algo peor que eso", me respondió al mismo tiempo que me alargaba una orden de sus superiores, escrita en un cuadrado azul, a manera de telegrama, en la que se le mandaba conducirme a pie a las Hurdes de Cáceres y dejarme allí en el peor sitio. A fin de borrar la pesadumbre de aquel buen hombre, le dije con muestras de alegría:

"Después de todo es una suerte visitar a una región tan curiosa y desconocida, haciendo el viaje a pie, que es como mejor se conocen las cosas. Yo he viajado a pie a través de Bélgica y Holanda, y estoy acostumbrado a largas caminatas, así que no hay que apurarse por tan poca cosas".

El cabo alzó la cabeza con un ademán resuelto, me miró fijamente, golpeó con su mano derecha la manga izquierda de su chaqueta y dijo con voz firme: "Primero arranco estos galones que prestarme a tal villanía". En este momento se presentó un guardia municipal llamándonos al Ayuntamiento, donde nos esperaban los allí reunidos.

Llegamos al Ayuntamiento y en la sala del juzgado estaban presentes como una docena de hombres, entre ellos el alcalde, el juez, el médico municipal, el cura párroco y varios labradores significados. Todos eran hombres maduros entre los 40 y 60 años, de aspecto saludable. Nos hicieron señas para que nos acercáramos y continuaron hablando.

El cura estaba en el uso de la palabra y decía que mi labor médica en la región era altamente benéfica y mi conducta moral irreprochable. En cambio, los políticos que me perseguían eran ladrones y sinvergüenzas. Así como suena. Había, pues, que oponerse por todos los medios a que me llevaran del pueblo, no obedeciendo otro mandato que el de la conciencia. Los que siguieron en el uso de la palabra abundaron en las mismas razones.

Por último, se levantó un hombre corpulento, como un gigante, con la cabeza blanca por el peso de los años, y pegando un fuerte puñetazo sobre la mesa, gritó con voz tan alta que hizo estremecer a los concurrentes:

- "Nosotros, los campesinos de Peñalsordo, somos los dignos descendientes de aquel alcalde de Zalamea que desobedeció al rey y ahorcó al delincuente. En esta ocasión desobedeceremos al rey y a sus autoridades injustas y retendremos y protegeremos aquí al hombre que nos anuncia la llegada de una sociedad más perfecta".

Y al decir esto, señalaba con el brazo extendido hacia un lugar lejano, donde en los días de atmósfera transparente se divisaba en una altura, como un muñequito, el castillo de Zalamea. Hubo un momento de silencio y luego se levantó a hablar un hombre alto y encorvado, con un bigotillo rubio, que con voz apagada dijo:

- "La noche está muy fría y húmeda y don Pedro debería recogerse pronto, por lo mucho que padece de reumatismo".

El que había hablado era el médico municipal don José Serrano. Ya iba a decirle que estaba equivocado y que no padecía de reumatismo, no conociendo la doble intención de sus palabras y su manera astuta de resolver los problemas, cuando se levantó el juez y dijo:

-"Don José ha dado la solución más prudente y menos comprometida para todos. No permitiremos que se lleven a don Pedro hasta que se cure del reumatismo, y el pueblo, que es el que manda, le dé de alta".

Hubo una risotada general y se dio por terminada la reunión, marchando cada uno a su casa y yo a la posada donde me alojaba.

Por tres veces vino un capitán de la guardia civil a buscarme para trasladarme a las Hurdes, pero apenas asomaba las narices por la región, cuando los pastores nos informaban del camino que seguía, así cuando llegaba a la posada, ya estaba metido en cama y quejándome de los dolores. Llegaba a poco el médico del pueblo y se negaba a autorizar la salida.

Mientras tanto, los enfermos se escondían en patios y cuadras, esperando que nos quedáramos solos para continuar la consulta.

La última vez que vino el capitán se dirigió al médico y le hizo esta pregunta con voz desabrida:

-"¿Cuánto podrá durar la enfermedad del señor Vallina?"

-"No seré yo quien se lo diga -le contestó el doctor con voz tranquila y mirada penetrante-, sino el pueblo de Peñalsordo que lo ha acogido con el entrañable cariño que se merece y que no permitiría que se lo llevaran, sin llevarse al pueblo en masa, porque además de la historia del alcalde de Zalamea saben también la de Fuente Ovejuna, "todos a una".

-"Está bien -contestó el capitán-, puede el pueblo guardarlo todo el tiempo que quiera, pero yo no volveré más a hacer un papel tan ridículo".

Y cuando el capitán subía la calle acompañado de su ayudante, la gente salía a las puertas de las casas y lo despedía con una sonrisa burlona.

Así son los campesinos de Peñalsordo. Así son los campesinos de muchos pueblos de España. ¡Ay de Franco y sus secuaces, el día cercano que levanten los puños!

El cura párroco de Peñalsordo tenía un coadjutor vasco, un cura de unos 50 años de edad, extremadamente miope. Con él vivía una mujercita como ama del sacerdote. Era en extremo reservado y de las conversaciones que tuve con él saqué la impresión más favorable. En cambio, el cura párroco hablaba mal de él y lo acusaba de ser carlista disfrazado.

Un día llegaron al pueblo cuatro obreros deportados de paso para otros lugares. Las autoridades los acogieron muy bien, así como la gente del pueblo. Los obsequiaron y los pusieron en libertad. El día que se marcharon vinieron a despedirse de mí en la posada en que me encontraba. Pasaron por la calle en que vivía el cura vasco, que salió a su puerta a saludarlos. Cuando luego subía yo la calle, me estaba esperando en la puerta y me hizo entrar en su casa y me dijo:

-"Cuando pasaron por aquí los deportados tuve intenciones de unirme a ellos, de tirar la sotana y gritarles: «Yo soy de los vuestros», pero no lo hice en consideración a mi inutilidad física y a mi pobreza. Además tengo a mi cargo una pobre mujer que sin mí quedaría abandonada".

Durante algunos meses tuve correspondencia con él sobre asuntos sociales. Entonces vivía en el país vasco.

Un día llegó a Peñalsordo una señora muy enferma, de paso para Madrid. Iba a operarse de una pleuresía purulenta. Era sobrina del cura de Peñalsordo y venía del pueblo cercano de Siruela. No tendría aún 30 años de edad, y la acompañaba su marido y un hijo pequeño. Al llegar a Peñalsordo se agravó tanto que se dispuso no seguir el viaje a Madrid. Entonces yo, sirviéndome del médico del pueblo como auxiliar, y del cura párroco como anestesista, operé a la enferma. Los resultados fueron excelentes y al poco tiempo estaba curada.

Se organizó una expedición a Siruela, en la que fui incluido. Allí fuimos recibidos con entusiasmo por todas las clases sociales y me propusieron residiera en dicho lugar en vez de en Peñalsordo, por ser un sitio céntrico y más concurrido. Siruela era considerada como la "capital de la Siberia extremeña".

Puestas de acuerdo las autoridades, pasé desterrado a Siruela, que era lo que la gente deseaba. Este destierro duró unos dos años. Allí mi compañera Josefina me acompañaba con dos hijos que teníamos, uno nacido en París y la niña de pocos días nacida en Peñalsordo. Allí fui muy bien acogido por toda la población, excepto por los médicos, que convinieron en ponerme todos los obstáculos posibles. Aquellos doctores se habían casado con las mujeres más ricas del pueblo y habían olvidado lo poco que aprendieron.


Biografía de D. Pedro Vallina.
Nació en Guadalcanal, provincia de Sevilla, en el año 1879 en el seno de una familia relativamente acomodada. El republicanismo federal tenía gran impronta todavía en el campo andaluz por aquellas fechas, y la posición desahogada de la familia Vallina, permitió que sus hijos fuesen educados en las tendencias más progresistas de la época.

Muy joven marcha a Sevilla para iniciar sus estudios en medicina. Considerándose ya anarquista, llega con 19 años a Cádiz, donde coincide con Fermín Salvochea, a la enésima salida de presidio de éste (1898) y de quien se convertirá en alumno en las lides revolucionarias.

Juntos, marchan a Madrid, un año después, donde Vallina se relacionará con los círculos anarquistas y pimargalianos. Será amigo también de Nicolás Salmerón y García. Durante su estancia en Madrid estará envuelto en problemas con las autoridades judiciales (por ejemplo en la causa denominada "Complot de la Coronación", un fracasado plan para atentar el día de la coronación de Alfonso XIII) y pasará cierto tiempo en prisión.

Finalmente tiene que huir de España y se exilia en París en 1902. La continuación de sus actividades revolucionarias en Francia, (donde entablará relaciones, entre otros, con Louise Michel), le vale la expulsión de ese Estado.

En 1906 llega a Inglaterra como refugiado político. Este país se convirtió a fines del siglo XIX y principios del XX en un refugio para los revolucionarios de todo el mundo, que a cambio, no conspiraban contra la monarquía británica. Se instala en Londres y será asiduo del Círculo Anarquista Judío de la ciudad, entablando relación con figuras como Rudolf Rocker, Malatesta o Pedro Kropotkin. Estudió medicina.

Al poco de comenzar la Primera Guerra Mundial, una amnistía general le permitió volver a España; aunque la continuidad de sus actividades le condena al exilio interior en la Siberia Extemeña y Navarra. Por esta época ingresa en la CNT y pertenecerá al Comité Nacional de dicha organización que tuvo sede en Sevilla a inicios de la Dictadura de Primo de Rivera, parte de la cual estará preso y luego, de destierro en Tánger y Casablanca. Antes de este destierro creará, gracias a la suscripción popular abierta por el periódico El Noticiero Sevillano, en 1923 el Sanatorio Antituberculoso "Vida" muy cerca de Cantillana, donde se fue a vivir y donde atendía gratuitamente a los enfermos que no tenían medios económicos. Para él, como médico, había que curar las enfermedades y -a la vez- luchar contra las causas que la provocaban. El Sanatorio quedó sin terminar, pues fue desterrado nuevamente al instaurarse la Dictadura del Primo de Rivera.

Volverá a vivir en el Sanatorio después de la proclamación de la II Repúbica, a partir de 1932.
Fue enlace en Sevilla del comité revolucionario creado en Madrid para proclamar la Segunda República. Gran parte de la Segunda República la vivió en Sevilla, en el Sanatario Antituberculoso de Cantillana. Durante este periodo estallará el "Caso Vallina", gran polémica dentro de la CNT. Se trató de los Sucesos de mayo de 1932 en Sevilla, y sus consecuencias. Vallina estaba en contra de la violencia usada por algunos cenetistas. Trabará amistad con Blas Infante, y apoyará su candidatura andalucista. Y continuará su actividad como médico, como parte inseperable de su anarquismo humanista. Participará activamente en la defensa de la República desde el primer momento. Al producirse la sublevación militar contra la República, huirá a la zona republicana y organizará la resistencia en diversos pueblos, participando en ella como miliciano, como médico y como soldado; y tras la derrota de la República, volverá a marchar al exilio: esta vez será México para no volver.

En México servirá de médico a las comunidades indígenas hasta su muerte, ocurrida en 1970.